SÃO PAULO — El triunfo electoral
de Jair Bolsonaro, quien será presidente de Brasil a partir del 1 de enero
próximo, evoca una historia de nuestro presente, pero también del pasado.
Es la primera vez en la historia
brasileña que un político gana una elección democrática con un porcentaje de
rechazo tan alto, el 46 por ciento al momento de la votación, que
abusa de las redes sociales, que produce noticias falsas con desmesurada
frecuencia, que durante su campaña incentivó la polarización y justificó la
violencia y que no participó en ningún debate público. Sin embargo, la victoria
de Bolsonaro no es una novedad en la historia brasileña.
El ascenso vertiginoso del
candidato del Partido Social Liberal (PSL), una pequeña organización, puede ser
entendido como parte de una tendencia conservadora en todo el mundo. Pero
este panorama global, por sí mismo, no explica el éxito de Bolsonaro, quien con
un estilo al mismo tiempo populista y autoritario ha defendido un proyecto de
orden y mano dura para Brasil. Como diputado federal durante veintisiete años,
se dio a conocer por esgrimir frases incendiarias y pronunciar discursos
efectistas y simples, siempre en un tono que bordea la amenaza.
Esta semana, muchos brasileños
empezamos a recuperarnos de la resaca electoral y es ahora que comenzamos a
entender que este es un momento vital para nuestra democracia: es hora de
despertar y entender el significado histórico de esta elección.
El éxito de alguien como
Bolsonaro no puede ser entendido como un caso excepcional en nuestra historia.
Por más de tres siglos, Brasil fue una colonia portuguesa que se organizó en
extensos latifundios dominados por el despotismo de un puñado de dueños de fazendas
o hacendados. La economía de ese Brasil colonial se apoyó en el
trabajo de los esclavos, quizás por ello el país tiene el vergonzoso
reconocimiento de haber sido la última nación de América Latina en abolir la esclavitud.
La imagen oficial de Brasil,
construida en la década de 1930, es de una nación cosmopolita y diversa. Pero,
en realidad, mi país siempre ha sido violento, conservador, desigual y muy
clasista.
En los grandes ingenios
azucareros del siglo XVI al XVIII y después en las enormes fincas cafetaleras
del siglo XIX se consolidaron todos los poderes en la figura de los hacendados.
Ellos eran dueños de los cuerpos de los esclavos, escribían las leyes,
controlaban la religión y la economía. Esta estructura derivó en el arraigo
profundo de mecanismos de mando y obediencia vinculados a los jefes locales que
controlaban la vida y la muerte de sus trabajadores y concentraban poderes
sobre la Iglesia y el Estado.
La corrupción sistemática no se
inauguró recientemente, sino que era una práctica ampliamente extendida en el
Brasil colonial. Un antiguo refrán brasileño dice que “quien roba poco es
ladrón, quien roba mucho es barón”. De manera cotidiana se recurría a maniobras
que hoy etiquetaríamos de corruptas. Los hacendados reducían la producción para
evitar pagar impuestos a la capital y mentían sobre las fechas de nacimiento de
sus esclavos para sortear la Lei do Ventre Livre, que
consideraba libres a los hijos de esclavos nacidos a partir de 1871.
Por otro lado, el arraigo del sistema
esclavista —que implica la posesión de personas— contribuyó a crear una
sociedad violenta. Mientras los hacendados perfeccionaban manuales de abuso a
los esclavos y adaptaban leyes de la América española para encaminarse a una
emancipación lenta y gradual, los esclavos resistían a su manera: huían,
organizaban insurrecciones, se suicidaban, asesinaban a hacendados abusadores o
se organizaban en comunidades conocidas como quilombos. La esclavitud en Brasil fue un
lenguaje que moldeó conductas, definió desigualdades sociales y creó una
sociedad condicionada por una estricta jerarquía.
La vigencia prolongada de este
sistema, aunada a las estrategias de mando de los grandes terratenientes
agrarios, legó una profunda desigualdad social que todavía forma parte de la
realidad brasileña. En el país, y a pesar del repetido mito del melting pot,
todavía hay un racismo estructural inapelable y hoy tiene la séptima tasa más
alta de feminicidios en el mundo, con 4,4 asesinatos por cada 100.000 mujeres. También
el país heredó de la Colonia una concentración enorme de dinero en unos
cuantos. Según la encuesta del año pasado de Marc Morgan Mila, el
estrato más rico de los brasileños — que corresponde al uno por ciento de la
población— aglutina el 28 por ciento de la renta nacional.
Sin embargo, sería un error solo
culpar al pasado de la crisis que vive hoy Brasil. En lo que va de este siglo,
el país no ha hecho nada por revertir la desigualdad, violencia y racismo de su
pasado colonial, y hoy pasa por una apremiante crisis económica, social y
moral. La elección de Jair Bolsonaro, después de treinta años de gobiernos
democráticos, es un síntoma elocuente de esa inestabilidad.
Los momentos de crisis son
propicios para el florecimiento de gobiernos populistas o autoritarios,
o los dos, que se reafirman a partir del antagonismo con un enemigo al que se
responsabiliza de todos los males. Si en su primer discurso como presidente
electo Bolsonaro habló de respetar los valores democráticos, su discurso como
diputado y como candidato apostó por la polarización y la división social.
“Perder una elección es normal en
una democracia”, escribió el abogado y columnista Oscar Vilhena,
“el problema es perder la democracia en una elección”. Ese el riesgo de Brasil.
El 28 de octubre de 2018, cuando se confirmaron los resultados de la elección,
Bolsonaro dio dos mensajes distintos. Primero, saludó afectuosamente a sus
seguidores al tiempo que aprovechó para acusar a la prensa y a sus adversarios.
Poco después, leyó un discurso oficial en el que destacó la importancia de la
democracia, la libertad y la Constitución. Brasil es un Estado laico, pero eso
no impidió que pronunciara una oración y dedicara su próximo gobierno a Dios. Al
mandar esta seguidilla de mensajes contradictorios, Bolsonaro interpretó al
hacendado severo, que —como en el pasado— concentra todo el poder: fue
bondadoso con los que considera justos y vengativo con los que discrepa.
En 2019, Brasil tendrá un nuevo
presidente que representa nuestro pasado colonial: un militar retirado, un
hombre blanco e ideológicamente conservador, que llega al poder respaldado por
la Iglesia evangélica y que no esconde sus ideas homófobas, machistas y racistas.
Una vez más, la derecha se unió
sin considerar que los derechos civiles quedarán en segundo plano. Para un
sector de la derecha las libertades de las minorías son una cuestión menor que
se puede sacrificar con tal de apoyar un proyecto favorable a los mercados y a
las élites económicas, aunque el candidato tenga un claro perfil autoritario y
un discurso radical que ya ha provocado consecuencias inquietantes: se han
registrado más de 150 casos de violencia contra periodistas, ha amenazado con retirar recursos estatales a los
medios que se comporten “de manera indigna” y prometió exiliar o encarcelar a los “rojos”. En un país
tan desigual como Brasil, las primeras víctimas de un gobierno con esas
premisas serán las minorías: mujeres, indígenas, negros y las poblaciones más
pobres y marginadas.
Brasil eligió a su presidente y
ahora debe seguir adelante. Los partidos tradicionales tendrán la oportunidad
de reinventarse y asumir una oposición más ciudadana. Los amigos, familiares y
vecinos que se pelearon como consecuencia de la polarización del proceso
electoral tendrán tiempo de reencontrarse y dejar atrás el sentimiento de ira
que generó el convulsionado escenario político.
La sociedad civil, que se
movilizó masivamente durante la segunda vuelta, debe mantenerse alerta, en
vigilancia permanente y reclamar que los derechos civiles conquistados en tres
décadas de democracia se consoliden. Los brasileños progresistas y demócratas
van a tener que defender y exigir un país más inclusivo, diferente de ese
modelo que representa el pasado atávico de Brasil e implica un retroceso y no
un avance.
Lilia M. Schwarcz es profesora
titular del departamento de Antropología de la Universidad CEU San Pablo y
'global scholar' de la Universidad de Princeton. Es coautora de "Brasil.
Una biografía".
Fonte: The New York Times ES
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